VIDA DULCE, SOL SIN VELO
Noches de jardín Zaragoza / 2659-7578
Noches de jardín

VIDA DULCE, SOL SIN VELO

Relato de inspiración mística por la Vía de Francesco. Imágenes cedidas a la autora, Lola Lasala Benavides, escritora y profesora de Lengua castellana y Literatura.

Lola Lasala Benavides | 12 sep 2021


    “Para siempre, siempre, siempre” era la frase que Teresa repetía incansable a su hermano Rodrigo cuando reflexionaba, de niña, sobre la eternidad del infierno y del paraíso.
   Tú sabes que en la infancia el tiempo es un caramelo infinito que se estira y acorta según el capricho de los adultos. Y en el tiempo se enredan las palabras sabias o hirientes, en su realidad y su ficción. Vivimos poco tiempo para encontrar las palabras exactas. Quien cae en la trampa de obsesionarse con buscarlas emprenderá un camino. Como tú.


    “Un, dos, tres, cuatro… veinte”, de joven Chiara d´Assisi utilizaba pequeñas piedras para contar las infinitas oraciones que musitaba a diario. Se pueden contar las oraciones, pero no las palabras.
    Tanto Teresa como Chiara, huyeron de sus hogares. Quizá siguiendo la estela de una palabra concreta que las acercara al paraíso, que las alejara del infierno. Las dos usaron piedras, la primera para construir imaginarias ermitas, la segunda para rezar. Tus piedras son las escaleras de bajada al infierno desde aquel día, en el lago.


    De piedra es la escalera de la Catedral de Naumburg en Alemania, cuyo pasamanos sostiene en difícil equilibrio diminutas figuras de animales; los bendice Francesco desde el final de la barandilla.
    Francesco d´Assisi, antes Giovanni, amaba el Santuario de La Verna y ese es el punto que has escogido para iniciar el camino. Te escondes en los templos, en las pequeñas iglesias, en los conventos. Tu búsqueda de la palabra te obliga a descartar las grandes losas de las criptas y a elegir campanarios donde otear posibles salidas.

    Comenzaste la Vía de Francesco un amanecer irisado y caminaste quince kilómetros sin levantar la vista del suelo, buscabas las huellas de Francesco, perseguías borrar las de tus recuerdos. Dos días después, desde Pieve Santo Stefano, llegas con mucho esfuerzo a Sansepolcro, que te deslumbrará con un atardecer mudo y cálido (el cielo de Sansepolcro es un lienzo tejido con los versos de un Cántico que roza el Alma).


    Decides continuar a pesar de no poder retener ningún alimento en tu estómago: a través de parajes de castaños de India y encinas llegas a Città di Castello y Pietralunga te parece inalcanzable, incluso tras descansar una jornada entera. Tus fuerzas van mermando, evitas a los otros caminantes y las conversaciones sobre la comida o el clima. Por fin, Gubbio y la estatua de Francesco, el amigo y consejero de Chiara, se difumina al atardecer.


    Cuando ella nació, él tenía trece años, cinco más tarde, Chiara fue a conocerlo y decidió enredar sus palabras con las suyas. Que fuera la primera mujer que creó una regla religiosa para mujeres es importante, aunque ¿sabes? creo que lo esencial fue su lucha por ser nada, que es ser todo.
   

    Recuerdo que te cortaste el pelo antes de emprender la travesía (un, dos, tres, cuatro… pequeñas piedras se enredaban en las sandalias de Chiara mientras huía de su casa), querías caminar ligera por si el viento del alma te obligaba a regresar. También ella se cortó su melena rubia cuando entró en el convento. Nadie conoce las palabras que intercambiaron los dos italianos (así se construyen las historias, desde la ignorancia, desde las suposiciones), quizá lo miró a los ojos y supo que sería una mujer que construiría algo real para otras mujeres.


    Nunca has creído en ningún dios, sí en la naturaleza y el amor por las criaturas, como Francesco (has leído a Teresa y a Juan infinitas veces). No sé si ha llegado a tus oídos que las figurillas de la barandilla de la catedral han ido desapareciendo una a una, se han desvanecido, es un misterio que nadie todavía ha logrado descifrar ¿y acaso no llaman a eso milagro? tú lo llamarías casualidad y encontrarías una explicación racional.

   

    Visitas el Monasterio de San Damiano donde Chiara vivió durante muchos años y acaricias con la boca la frialdad de las grandes piedras, como si quisieras absorber alguna lágrima antigua.

    Un camino que se enrosca en tu alma como una serpiente cuyo veneno es ambrosía pagana. Con el sabor dulce en tu boca, comprendes que no eres mujer ni sierpe, sino la piedra primera de un camino que empezaste hace más de un siglo. Tus ideas y decisiones solo son descubrimientos efímeros de un espíritu que no te pertenece.
   

    Una noche Teresa de Jesús escribió una carta a su amigo San Juan, las palabras se borraron en dos horas como se extingue una melodía (La música callada, la soledad sonora) y Chiara soñó que la leía. Teresa pedía que nadie persiguiera palabras ni versos, que se rozaran y conservaran su aroma porque solo tenemos la huella de las cosas. Francesco recorrió los caminos del alma derramando sonrisas, ambos pasaron a la acción mientras tú caminas sin avanzar, te marcas las etapas de la travesía simulando ser una caminante más.
   

    Probablemente los tres deseáis ser niños de nuevo y tener el cabello larguísimo para que lo agite el viento, desmemoriados de futuro, cercanos a las palabras.
    Me escribes diciendo que te sientes enferma, que tu desvanecimiento no ha sido debido al esfuerzo del viaje ni a tu aversión por el agua fresca. Piensas en Teresa que estuvo tres días en coma, que enfermó gravemente y en los veintisiete años de padecimientos de Chiara y concluyes que quizá la búsqueda de las palabras lleve consigo el sufrimiento.

      La foto que me has hecho llegar muestra otra estatua de Francesco, está sentado y parece deleitarse con el paisaje, tu sombra asoma por la derecha ¿dónde escondes tu rostro? Dices que los atardeceres se han vuelto color violeta y que lees los versos de Teresa entre las sombras, que se mezclan las sílabas unas con otras y no encuentras su significado:   Dadme, cielo, vida dulce, sol sin velo.
 

    El once de agosto abro el sobre que me dejaste sobre la cama, al instante se esparcen gotas saladas sobre mis manos, sombras de versos, palabras indescifrables. Leo entre líneas tus dudas, tu indecisión y comprendo que te sientes culpable de la muerte de la niña, bellamente ahogada hace dos años en el lago cercano al terreno que ahora pisas.


    Ahora tengo la certeza de que no vas a volver nunca, que las etapas del camino se van a suceder una, dos, tres, cuatro veces eternamente. Todo ha sido una huida de ti misma, tras la humildad de Francesco, la tenacidad de Chiara y los versos de Juan y Teresa. Guardo tu fotografía con la niña y releo lo que escribiste detrás:
    Dadme pues sabiduría/ o por amor ignorancia.

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