EL PODER DE UN NOMBRE
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Noches de jardín

EL PODER DE UN NOMBRE

Estela Bescós, escritora y estudiante de Medicina nos regala su colaboración con este relato ambientado en un jardín con el que nos delita con la prosa que la ha llevado a ser finalista de varios premios prestigiosos como el Jordi Sierra i Fabra. Imagen Annalisa Fontolan (https://pixabay.com/es/photos/puesta-del-sol-naranja-cisne-2559128/)

Estela Bescós García | 12 sep 2020


 

    El día que Calíope sintió el peso de su propio nombre entre sus manos por primera vez, algo dentro de ella se removió, inquieto.

 

    A su alrededor, decenas si no cientos de hombres aguardaban a escuchar sus siguientes palabras para escribirlas, como siempre se había hecho, pues tal era la tradición. A sus espaldas, yacían decenas si no cientos de libros, ríos y ríos de tinta, basados en sus propias palabras. Cuando se aburría, cuando se veía víctima de cierta melancolía de la cual desconocía origen alguno, tenía por costumbre sentarse en su diván a leer.

 

    Era una sensación extraña, una experiencia que había mutado con el tiempo.

 

    Era capaz de reconocer todas y cada una de aquellas palabras como propias; las historias de las que aquellas gruesas hojas era portadoras habían salido de su mente, de sus labios, tiempo atrás. Y habían acabado ahí, plasmadas e inmutables.

 

    En un inicio, nada más que un puro sentimiento de halago había ocupado su corazón al reencontrarse con sus propias palabras. Al reparar en que otros a parte de ella serían capaces de disfrutar de sus historias precisamente gracias a aquel escritor que le había hecho el favor de transcribir sus palabras, aquel sentimiento crecía.

 

 

    Se había regodeado en aquel hecho durante un largo tiempo mientras nuevas historias salían de sus labios y más personas se acercaban a la puerta de su hogar a escucharla narrar. Ver a aquellos hombres sonreír ante sus palabras, verlos llegar con el ansia impresa en la mirada y marchar con las cabezas más altas que cuando habían llegado era una sensación preciosa, una que se había dedicado a atesorar durante mucho tiempo.

 

    Hasta que una tarde cualquiera, una que no debería haber supuesto nada especial, Calíope sintió la llamada de las letras. Al principio fue una mera curiosidad, un ligero tirón en el pecho, no en el centro, más bien un poco hacia la izquierda.

 

    Después creció y creció como nunca una historia había crecido en ella antes.

 

    Aquella tiraba de ella con extraordinaria fuerza, una para la que se veía incapaz de esperar a la tarde, cuando todos aquellos hombres se presentaban a las puertas de su hogar. Esa historia no tenía paciencia ni ella fuerza de voluntad para esperar a contarla, para esperar a desenredarla de su pecho con el mimo con que lo hacía cada tarde cuando narraba sus historias en voz alta.

 

 

    En su lugar buscó por todo su hogar algún instrumento para escribir, alguna suerte de tinta en que mojarlo. Recorrió su hogar de arriba abajo, buscó entre los cientos y cientos de libros, en su habitación, en la sala del diván.

 

    Rescató de su tocador las tinturas con que acostumbraba a maquillarse, y siguió buscando algo que mojar en ellas.

 

    No encontró nada.

 

     Hasta que escuchó un animal graznar.

 

    Siguió el sonido con destreza, guiada por la curiosidad hacia ese animal, que la atrajo hasta el jardín de su hogar, hasta el estanque. En el centro, un cisne la miraba con el rostro ladeado, ojos entornados. Algo brillaba en su pico, algo que reflejaba el sol de la mañana con una intensidad que rozaba lo hipnótico.

 

    Ella lo observó en silencio, quieta por temor a espantarlo, mientras el animal se acercaba a la orilla. Sin apartar la mirada, este se acercó hasta ella, hasta sus manos.

 

    Sobre estos, depositó una pluma, una bella pluma blanca y alargada de punta afilada.

 

    Pudo haberse quedado ahí quieta, sobrecogida, observando el objeto entre sus manos. Pudo haberse arrodillado junto al estanque y permanecer ahí, dejando que sus historias fluyeran en su mente como lo hacían siempre, pero aquella historia no se lo permitió.

 

    Aquella tiró de su pecho una vez más, lo hizo con la fuerza de cientos de vendavales —la fuerza de cientos de ríos de tinta— y la arrastró hasta el interior de su hogar.

 

    La arrastró hasta el diván.

 

    El asiento en que había pasado tanto tiempo leyendo sus historias en puño ajeno fue el primero en verla estrenar su letra. Fue quien la sostuvo durante las horas que siguieron al instante en que se sentó, quien aguantó la tinta que Calíope había rescatado de su tocador.

 

    Las horas pasaron con rapidez, su mano en constante batalla con el reloj.

 

    Hasta que las palabras se extinguieron y solo quedó un extraño vacío.

 

    Puso el fin a la primera historia que había escrito y entonces llegó aquella sensación, aquel vacío. Lo sintió en su pecho con la misma fuerza con que las lágrimas comenzaron a caer de sus ojos cuando miró la primera página de su manuscrito, cuando vio el espacio en blanco bajo el título de su obra.

 

    Lo sintió cuando miró hacia atrás y vio todas sus historias, con todos los títulos que ella misma les había puesto, escritas letra a letra como ella podría haberlo hecho, firmadas por cientos de nombres, a cada cual más extraño.

 

    Y entonces lo supo. Fue entonces, y no antes, cuando reconoció el origen de aquella melancolía que la había llevado día tras día a revisitar sus historias. Fue entonces, y solo entonces, cuando reconoció la causa de aquel vacío.

 

    Ninguna de aquellas historias llevaba su firma.

 

    Su nombre.

 

    Volvió a observar su última obra, la primera escrita de su puño y letra, y con la seriedad y solemnidad que su historia merecía, escribió su nombre con la letra más bella que pudo crear.

 

    Calíope.

 

    Permaneció mirándolo durante lo que se sintieron apenas unos segundos, a pesar de que el sol fue desapareciendo por el este y el primero de los hombres golpeó su puerta.

 

    Al principio no lo escuchó, tan embelesada como estaba en su creación, en su firma. Volvieron a golpear su puerta. Esta vez no fue una mano, sino dos, y después tres y cuatro y cientos, cientos, cientos de manos luchando por tirar abajo su puerta.

 

    Cuando la abrió, se abrazaba a su manuscrito como quien se agarra a un salvavidas. Sus rostros estaban emborronados a través de las lágrimas.

 

    —¿La historia de hoy es de las que hacen llorar? —preguntó uno, con una sonrisa socarrona, para después añadir por lo bajo hacia su colega—. Seguro que vende bien.

 

    Ella los miró con el ceño fruncido, mientras ellos le devolvían la mirada, expectantes, confiados. Sus miradas eran frías, calculadoras, le hicieron sentir cientos de cosas, ninguna de ellas buena; con aquellos gestos le hicieron saber que nunca habían apreciado sus historias.

 

    Sus manos estaban heladas, el pecho encogido, las lágrimas escocían tras su mirada. Pero algo ardía en su pecho, algo extraño y fuerte, caliente como nunca había sentido el calor antes.

 

    Se aferró una vez más a su manuscrito.

 

    A la familiaridad de su peso, al calor que le brindaba con su mera presencia.

 

    —No tengo ninguna historia que contar —dijo, voz alta, más alta de lo que nunca se había atrevido a hablar. Por primera vez, Calíope la escritora se hizo escuchar—. No volváis.

 

    Apenas si le dio tiempo a apreciar las miradas confusas, la consternación abriéndose paso entre sus rostros, cuando cerró la puerta y se apoyó en ella. No se separó en ningún momento de su creación, de su obra, de la historia de una musa que al fin había recuperado lo que siempre había sido suyo.

 

    El día que Calíope sintió el peso de su nombre entre sus manos por primera vez, se sintió poderosa.

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